Autobiografía “al estilo de…”

 Alumno: Gómez, Ludmila

Comisión: 05

Docente: Castellano, Santiago

Modalidad: individual

Primera escritura.



Me llamo Ludmila. Ludmila Maribel. Por Spinetta, claro. Llevó sus años aprender a quererlo. Recuerdo que para mí era único; hasta mis cortos seis años de edad jamás había conocido a nadie en el mundo que lo tuviera. Aunque a esa edad, mi mundo sólo abarcaba el corto tramo del colectivo desde mi casa hacia el colegio, y los mismos rostros de siempre que acompañaban el trayecto. 


Nunca fui muy habladora, siempre más amiga del silencio que de la palabra. Pero me gusta la música. Esta me acompaña desde que tengo memoria. Tengo vagos recuerdos de insistirle a mi padrino, otro músico, de prestarme la guitarra que tenía guardada y empolvada en un placard de su casa para jugar. Costaba convencerlo, pero si hay algo que siempre fui es insistente. Ni mi mamá, ni mi papá son músicos, lo que me lleva a preguntarme si la elección de mi nombre fue mera casualidad o algo más premonitorio.


A los ocho comencé tocando el piano, a los doce entré a una orquesta tocando el violín y hoy hablo de mi vida de la misma forma que uno habla de “Antes de Cristo” o “Después de Cristo”. En mi caso, “Antes de la Música” y “Después de la Música”. Esta, con su propio lenguaje, no requiere de mí para hablar. Y quizás por eso me gusta tanto. Quizás, por eso, también me gusta la lectura. De chica me gustaba leer. Leer en voz alta carteles cuando recién estaba aprendiendo, leer un cuento en clase cuando la maestra pedía voluntarios, leer en mi casa hasta altas horas de la noche. Solían decir que yo no leía, que yo me tragaba los libros. No tanto por estudiosa, sino por la vehemencia con la que pasaba de una historia a otra en menos de una semana. Hablar con mi voz era todo un reto que parecía más llevadero si era a través de la palabra ajena. Moraba entre el mundo real y los libros, y si no había experimentado la vida del todo, yo creía que había leído lo suficiente para aparentarlo. 


Y de la misma forma que todos los caminos llevan a Roma, era casi inevitable que la lectura no me llevara a la escritura, porque ya no me bastaba con los universos y las voces de otros. Y un día, después de tan solo una clase de semiología, abandoné la carrera de musicoterapia por la de comunicación. Había sido de a poco, entre los catorce y los dieciocho que, como con mi nombre, empecé a querer la palabra. La palabra hablada. La conversación. Ahora me gusta hablar; me gusta de la misma manera que me gustan la música, la lectura, el otoño en la Ciudad de Buenos Aires, los caramelos de café, los viajes largos y dibujar. Como otro fragmento que tarde o temprano completó el mosaico que conforma mi persona.


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